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Hace tiempo la cercanía dejó de ser un bien preciado. La falta de trabajo y la necesidad de una tierra donde levantar el techo hicieron que Mercedes se extienda hacia las afueras, dejando al ingenio en un extremo. Los que llegan no tienen la opción de sobrevivir ajándose en las cosechas, ni sus galpones tienen bajo llaves la historia de sus vidas.​​

A 40 años del cierre del ingenio son contadas las voces que perduran de aquella época. Bajo del micro y encuentro a una mujer que me lleva hasta la casa de Sabino, la última memoria viva de los únicos 50 trabajadores estables de la empresa.

Sabino es del ‘30, año en que el golpe de estado de Uriburu puso fin a la primera experiencia democrática del país. Bajo un contexto dictatorial afincado donde la corrupción fue norma, cumplió ocho años y entró al ingenio San Pablo (diez kilómetros al sur de San Miguel) a ayudar a su padre en la recolección de caña.
El golpe festejó su primera década infame evidenciando las consecuencias del desguace estatal en los platos vacíos de las familias pobres. En un punto pequeño del norte argentino, donde los dueños de la economía azucarera brotaron aliados al poder político, Sabino Ledesma también cumplió diez años. A la caza de peones jóvenes que costaran monedas, un capataz del ingenio Mercedes lo llevó a la fábrica tentándolo con un puesto: “El dueño anda buscando peladores de caña”.​

​Con la promesa de prosperidad la familia se sumó a la colonia del azúcar: un montón de casitas construidas alrededor de la empresa, con escuela y sala médica para que los obreros no necesitaran alejarse de su puesto de trabajo. Así cada empresa se aseguró de mano de obra, fundando un pueblo por entero dependiente.
Por esas calles que nunca dejaron de ser de tierra todavía varios recuerdan que Mercedes era el lugar con más cantidad de caña propia en toda la provincia. Procesada por el efectivo trapiche de los jesuitas y las baratas manos campesinas, el negocio cosechó riquezas siderales que jamás sacaron a sus productores de los ranchos en que nacieron. “El oro blanco” decían los empresarios de los ‘40, después de liquidar el sueldo quincenal obrero por tres pesos. Si bien a partir de 1944 la situación mejoró con respecto a los años anteriores, un cañero recibía un centavo por surco de caña levantada, pudiendo levantar hasta 25 por día; es decir que cobraba hasta $7 mensuales. De esta forma la subsistencia familiar sólo se lograba con el ingreso de todos los integrantes a la zafra.​


-Era una vida triste y era linda también. Las sensaciones contrapuestas dan cuerpo al discurso de Sabino, que pasa del cansancio a la exaltación cuando recuerda a ese hermano suyo integrante de la FOTIA que hace años no ve. No quisiera hacerlo tampoco, algo de su tristeza inmensa tiene que ver con los dos; con esa necesidad de creer que si no hubiera sido por las huelgas que éste alentó, el ingenio no habría cerrado y él habría muerto un poco menos.
La casa de Sabino mira al ingenio y él pasa las tardes allí sentado, con los ojos perdidos en aquello que es parte de su pasado; la melancolía recrea el tiempo del viejo jefe y los platos menos vacíos. La película de su vida es una cinta que el dueño clausuró a fuerza de vallas, alambrados y guardias la misma madrugada que le dijeron que estaba fuera, que no había más trabajo.
Sabino se mece apenas en su desvencijada silla de madera, reconoce a un vecino, hace una inmensa media sonrisa y levanta la mano acalorado. -Él es el hijo de uno de mis compañeros allá en el ingenio. Hace tiempo le cuesta hablar, balbucea hasta esas alegrías de imprevisto.
Sus ojos lo atraviesan todo, cortan el aire caliente de las dos de la tarde de enero; son el círculo inmenso de unas pupilas dilatadas, rodeadas por una fina circunferencia celeste.
El día que pueda describirlos no existe.

-Él ya está muy enfermo, por ahí se equivoque en algunos datos que te dé. Me comenta por lo bajo su esposa, una mujer chiquita con la misma piel curtida y agrietada. Sus marcas son el producto de una vida de privaciones que les valieron el oro a políticos y empresarios. Es que si algo ocurrió en los campos de azúcar tucumanos es que los dueños -en su mayoría- salieron de entre los séquitos familiares que ya contaban con un integrante en algún puesto gubernamental de peso que liberó al pariente de la molesta legislación laboral. Por las calles tucumanas muchos recuerdan la relación “si no eran sobrinos del senador, eran cuñados del gobernador o hermanos del presidente”. La familia es lo primero.
Cuando deja de ser interpelado Sabino vuelve, como en un acto instintivo, a mirar en dirección a aquellos galpones oxidados. En sus ojos se manifiesta la oposición entre su tristeza inconmensurable y la furia hirviente de esta tierra que no lo parió para que lo oprimieran.

El hombre del cañaveral
Cruzando la ruta nacional 301 se levanta el rancherío que delimita el fin de Lules y el inicio de Mercedes. La hilera de casas, hechas a base de chapa y madera, están resguardadas por un improvisado alambrado sostenido por cañas. Todo este primer barrio se extiende por algunas cuadras hasta que aparecen otras, las más viejas, esas construidas a base de concreto cuando Mercedes era la tierra de la abundancia y el trabajo. El pueblo se forjó ante la necesidad empresaria de tener a sus obreros alrededor del puesto, y así el ingenio que supo ser el más importante de Tucumán se ubicó en el corazón geográfico comunal.

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