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Impacta la ausencia total de jóvenes; la cuarta parte de los habitantes está jubilada y la nula posibilidad de conseguir un trabajo expulsa a los adolescentes de su pueblo que rara vez regresan.
Su impronta de tiempo detenido se desprende de la mole central y oxidada del ex ingenio. El predio que ocupa varias manzanas es hoy parada de camiones que entran y salen de los galpones. La única inscripción a la vista es la sigla PAMSA, referida a los productores de alcoholes de melaza.



La entrada está prohibida y los guardias miran con recelo la toma de fotografías. El contrafrente está cubierto por murales y prosas que también recuerdan. Sobre los altos paredones la gente suma rezos en graffiti por la vuelta del trabajo y el fin de las brechas y el hambre.
Después de haber recorrido lo que queda de Santa Lucía, las calles polvorientas de Mercedes, las nuevas hileras de ranchos pobres a la entrada de Lules, pienso en la palabra explotación y en las jornadas sin descanso del cañero, también en ese plato de comida que tenía asegurado y en la escuelita para sus hijos a la vera del ingenio, en la procesión esperanzada del santiagueño cuando alguien le contó “en Tucumán hay pan y trabajo”. ¿Y cómo acercarme entonces a hablar con Sabino sobre las pestes de aquellas fábricas? ¿Cómo no comprender su enfado con aquel hermano militante de la FOTIA que le hacía paros al ingenio? ¿Cómo rebatirle que esa explotación era peor a este abandono generalizado?

La especulación actual
Quienes recuerdan las épocas de trabajo abundante en los campos de caña dicen que lo peor sobrevino con las máquinas. Lugar del norte que se pise, alguien lleva consigo el pesar por la tecnificación.
Al igual que hoy las cosechas marcaban su inicio con las primeras heladas, y ahí se dirigían los zafreros en masa a hacer los sueldos que debían rendir todo el año si no surgía otra labor. Cortar la caña al ras durante unas 10 horas diarias y no desperdiciar un solo tallo, porque ahí está la mayor concentración de sacarosa. El tradicional trabajo manual se vio interrumpido con el surgimiento de las primeras cortadoras a gran escala que levantaban varios surcos en cuestión de minutos. La tecnología que resultaba primordial en países como Nueva Zelanda, donde la mano de obra era escasa, fue importada para expulsar a la fuerza de trabajo nativa. Tiempo después los dueños de los ingenios se dieron cuenta que resultaba beneficioso prestarles una pequeña parcela de producción al campesino para después comprarle la caña a bajo costo. Así comenzó una nueva etapa, la de reducción de empleados y tercerización.
En medio de todos estos cambios surgió una figura intermediaria, la del especulador, que prefigura el rol del capataz regulador en nuestros tiempos modernos. Estos personajes son utilizados por los empresarios para pactar el precio estándar del canchón, que es la medida fijada para vender la caña. El especulador compra al ingenio un talonario de remitos que lo facultan para cobrar por las entregas, lo único que debe hacer es encontrar espacios donde colocar su oferta “Compro caña en canchón” y algún número de teléfono, lo demás es tarea del zafrero si quiere obtener algo a cambio de su cosecha. Este debe encontrar al dueño de los remitos, aceptar el precio de venta impuesto por él, llevar los canchones hasta las fábricas y volver con el remito firmado. El productor no sabrá el precio real de su trabajo; una vez que devuelva el papel autorizado, el intermediario le pagará lo acordado y se dirigirá a cobrar la materia prima al ingenio que paga por peso y rendimiento.
El intermediario ganará siempre y cuando el zafrero esté necesitado por vender su producción con urgencia. Si no puede esperar a la fecha en que algunos ingenios pagan la suma completa, el especulador aparece como la salvación.
La diferencia entre lo que cobre el zafrero y lo que paga la fábrica por los canchones representa el sueldo del especulador.
Muchos los tildan de contrabandistas con patente y dicen que su negocio es ilegal porque se basan en evadir el IVA y robarle al productor.
-Yo soy un mal necesario para el zafrero. Fueron las pocas palabras que me respondió uno de ellos cuando le pregunté sobre su rol en el negocio del azúcar. -Sin mí, no pueden vender nada, el ingenio no acepta ventas de otro tipo, si no soy yo, sería cualquier otro. El especulador tiene un techo apenas menos modesto que el del zafrero, sus padres nacieron y murieron en la clase baja y él apenas puede darse el lujo de comer carne varios días seguidos a cambio de contar mucho menos de lo que sabe. -¿Esto para qué es, de política? Yo los odio a todos, no quiero saber nada con ninguno, son unos ladrones, los detesto. Se queda en silencio mirando al suelo, es consciente de que está hablando más de lo que le conviene y dice que tiene cosas que hacer. Me promete una entrevista más tarde, se sube a la moto y desaparece.
Lo busqué durante las cinco tardes y noches siguientes y jamás volvió a atenderme. -No digas mi nombre, fue lo último que me había dicho.

Más al sur
El caso de Santa Lucía es similar al de Mercedes: ambos sufrieron el cierre de sus ingenios a fines de los años ‘60 y ninguna otra propuesta laboral estable se hizo eco en esas tierras más allá de la recolección de las plantaciones limoneras y las labores municipales a cambio de un plan de subsistencia. Pese a la similitud, su ambiente es aún más desolador que Mercedes. Ni siquiera al mediodía hay puertas abiertas que arrastren a la calle los aromas de las cocinas.
En su entramado de calles de tierra de vez en cuando se ve algún grupo de niños y parejas de ancianos sentados en las veredas. 

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