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Las ruinas son eso, cáscaras de lo originario descubiertas recién en el año 2000. El templo es la cucha de tres perros que salen al encuentro de los visitantes. A un costado, la edificación más derruida se sostiene con barrales en el intento por mantener algunas de las paredes que hasta 1767 fueron las habitaciones donde se evangelizó a los indios Lules.

Después de que las reformas borbónicas dictaminaran la expulsión de los jesuitas, fueron obispos y cardenales los que ocuparon estos sitios, reformándolo todo en 1880, mismo año en que Roca acababa con los intentos tímidos de Alsina y arremetía una masacre sobre las tierras y los hombres al sur de Buenos Aires.
Daniel espera en la puerta para contarme las leyendas que subyacen en el interior del templo. -Se fundó en 1670, pero lo que vemos no son las construcciones originales, porque en el siglo XIX levantaron los pisos y ampliaron todo. Los padres jesuitas dictaban oficios de carpintería donde construyeron las primeras carretas junto a los indios Lules, que eran de una raza muy fuerte y aguerrida, pero como tenían buena relación se acercaron. También han fabricado jabón, elementos de herrería, vasijas y el trapiche con el que producían el azúcar.

Su legado más importante sería el cultivo y el procesamiento de la caña, bien explotado en creciente escala por los criollos terratenientes de la zona en las décadas posteriores a su expulsión. El ser pioneros en la producción de azúcar no los salvaría del destierro, pero a cambio en 1944 sus cimientos y su obra serían declarados Monumento Histórico Nacional.
En 1781, con el visto bueno del rey, los padres domínicos pasaron a ser los propietarios de lo que pertenecía a los jesuitas. “Yo, el Rey” concluye la carta que concedió el dominio a los sacerdotes, escrita de puño y letra por Juan Carlos III. El documento cuelga de una de las paredes de la pieza contigua al templo, como evidencia de aquel intento por borrar la primera historia.
Ocupación y cambios fueron los pasos inmediatos; contexto que los nuevos dueños volverían a alterar años más tarde con el abandono de la iglesia y el traslado de todo lo que había a conventos de La Rioja y Santiago, incluyendo la imagen de Santo Domingo perteneciente a Tucumán.
El emblema que sobrevive de la época jesuítica es la imagen de San José, junto al niño Jesús. Detrás del altar hay un hueco apenas rellenado con piedras. -Se cree que aquí comienza un túnel que termina en la Quebrada de Lules y que era utilizado por los jesuitas para refugiarse ante un eventual enfrentamiento. Lamentablemente cuando los militares tomaron el gobierno vinieron acá a limpiar y todos los escombros que encontraron fueron tirándolos ahí, así que clausuraron la supuesta entrada. Recién ahora una arqueóloga se ha interesado en hacer excavaciones. Daniel mira los espacios vacíos que hay entre los escombros -Estamos esperando que arranquen.
A un costado del templo continúan en pie algunas de las paredes que conformaban las habitaciones de los sacerdotes; una construcción inmensa que hoy es sólo ladrillo y cal, verdín y naturaleza comiéndolo todo, como el aljibe florecido de yuyos silvestres.​

 

Cuentan las historias del lugar que los transeúntes que quedaban varados en la entrada por la noche veían cómo las arcadas y ventanas de la construcción se iluminaban por completo y que al aproximarse no hallaban rastro alguno de aquella luz. Daniel rememora una en particular. -En el año ‘98 un médico viajaba por la ruta de las ruinas y vio a un sacerdote pidiendo ayuda que se subió al auto y lo guío hacia un pequeño rancho donde había un niño agonizando. Siguiendo las indicaciones el hombre llegó y perdió de vista a su acompañante; encontró ahí mismo a una familia, curó al hijo y una vez afuera la madre se le acercó “¿Cómo se ha enterado de nuestra necesidad? Ninguno de nosotros pidió ayuda”. De vuelta al auto no volvió a ver al sacerdote.
Antes de irme Daniel me lleva a una habitación donde están exhibidos restos de objetos pertenecientes al 1700; en una vitrina, apenas sostenido con una cinta, se lee un folleto “Interpretación de la historia de las ruinas. Grupo de teatro La Red. Director: José Luis Alves”. Daniel sonríe cuando pregunto por el grupo, -ellos traen una obra para que el pueblo se entere de su historia, vienen una vez por año, son de allá, de Lules.

Rescatar los cimientos
Daniel vive en San Pablo y todas las tardes recorre 20 kilómetros con su mujer hacia las Ruinas Jesuíticas de Lules a esperar a algún visitante que curiosee por allí. En temporada pueden aparecer un par de personas cada tres días; ellos están ahí toda la tarde. Atrás de las ruinas vive Norma, que se encarga durante la mañana de contar la historia del apogeo jesuítico y su devenir.
Los amigos de las ruinas de Lules, es impulsado por un grupo de vecinos de la ciudad cercana de San Pablo, que comenzaron a reunirse para levantar el espacio.

 

 -la resistencia cultural-

Los otros olvidados
El micro de vuelta al pueblo no tarda en llegar. El desconocimiento de los caminos hace que en lugar de bajar en el centro de Lules lo haga en la salida, ahí por donde rara vez transitan los que no son del barrio. Los descampados brotan a la vera de la ruta que no comparte el cemento con estas calles pobres. Entre la maleza de los lotes abandonados van apareciendo hileras de casas humildes avivadas por los colores de los tendales de ropa. Los perros se agolpan bajo la misma sobra de un árbol y son los gallos quienes cuidan las guaridas inflando el pecho y saliendo al encuentro de quien se acerque al enrejado de cañas.
El paisaje se completa con varios contenedores oxidados y repletos que aparecen de calle en calle. Bajo 38° el olor nauseabundo de los residuos del pueblo lo irrumpe todo.
Las casas de lata hierven y los pocos chiquitos que se resisten a la siesta salen a buscar a otros despabilados. 

Son pocos dando vueltas en toda esa extensión de tierra que por la tarde es suya. Inventan hamacas con tranqueras desvencijadas, carreras sobre montañas de escombros y juegos de sapo con el repiqueteo de las piedritas en las aguas de las orillas. Son la tercera generación de desnutridos tucumanos, los nietos de los zafreros, descendientes también de chaqueños, santiagueños y catamarqueños que llegaron a los cañaverales con la promesa de la salvación.

Ser Revolución
José Luis Alves, José Luis Alves; ese único dato resuena en mi cabeza una vez de vuelta a la plaza central. Pregunto por la calle y las indicaciones me llevan a una de las pocas casas opulentas en Lules, toco timbre y me recibe un chico enfundado en equipo nike. -Sí, lo conozco, pero no vive acá, es un tío, la casa queda en la calle Mitre, del otro lado.
Cruzo el pueblo en diagonal. José Luis Alves, grupo La Red y las ruinas desaparecidas.
“No, acá no”. “No es esta calle”. “No sé dónde queda. Seguí un poco más a ver si...” Una punta de la calle Mitre aparece justo donde terminan las cuadras de casas y arranca el camino que lleva al río.
Llego a la puerta, miro la hora y pienso otra vez que la una y media de la tarde es un horario poco acertado para llamar con este calor y caerle bien al dueño de casa. Toco igual.
José Luis abre la puerta con uno de sus hijos colgado de la pierna derecha, mientras otro grita desde el fondo. Le cuento sobre mi interés por el grupo de teatro que él dirige y sobre su trabajo en las Ruinas, alza a su chico y de inmediato invita a entrar haciendo un ademán con la mano que le queda libre.
-Disculpá el lío, es que los chicos... y comienza un revoleo de juguetes que caen atrás del sillón. Las paredes de la casa son un mural de rayones y dibujos de sus cuatro hijos más chicos que van apareciendo avisados por el primero al grito de “¡hay visitas!”.
-Las ruinas son nuestro pasado, era un lugar que estaba abandonado y para nada integrado a la vida de los luleños y quisimos hacer una obra, contar esa historia y transformar al lugar en una gran kermese, que fuera una gran fiesta del pueblo.
En los tiempos en que José planeaba la obra se conectó con un arquitecto que trabajaba en Cultura del municipio, quien a su vez estaba relacionado con arquitectos de Nación interesados en las ruinas. -Esta gente quería trabajar sobre el espacio y me preguntaron si tenía algo para aportar al proyecto... Fue como si se hubieran alineado los planetas, era el momento. Ahí con Sole, también actriz y mi compañera, encaramos de lleno el desafío de generar el acercamiento desde lo humano.
En aquel entonces la gran fiesta del Patrono San Isidro Labrador ya contaba con la beatificación municipal, faltaba el reconocimiento de aquello socavado por las firmas del Rey. -El teatro en su función social busca conectar e integrar. Bajo aquel espíritu fue que el grupo se propuso tender la red con el otro lado del río Lules. -Al principio la respuesta del pueblo no fue muy buena, hubo mucha resistencia. Incluso el municipio, después de varios años vino a abrir justo otra sala de teatro cuando nosotros levantamos la primera.

Los pasos fundantes
A partir de los ‘30 el teatro comenzó a cobrar importancia en la vida social de Lules, los padres de Soledad y José Luis fueron la primera generación que creció luchando por expandirlo. En los ‘60 el grupo que crearon experimentó su mayor esplendor, años intensos donde el Tucumán Arde hacía eclosión, aunando la fuerza artística con el compromiso sociopolítico.
La brutalidad militar de los años siguientes volvería a socavar todo lo conseguido hasta el momento. Nuevamente el trapiche en las manos del empresario, pero esta vez a sangre y fuego. El cierre de los ingenios ejecutado por la anterior dictadura de Onganía ya había arremetido contra los hombres y las tierras tucumanas. Acorralados, el hambre y la desesperación fueron la antesala del terrorismo de estado que silenciaría las voces de esa cultura floreciente.
25 años después los hijos de esa generación decidieron reanudar el camino. -Los primeros años, allá por el 2000, fueron muy complicados; la gente se resistía mucho a aceptarnos, creían que éramos un grupo de locos. Una madre llegó a sacar a tirones a su hijo del proyecto y los jóvenes nos destruían a piedrazos el local que teníamos. El enfrentamiento hizo erupción cuando el grupo decidió pasar al ámbito público. Lo que había era terror, una marca profunda, pero sin rostros.
-Aún no hay muchos espacios artísticos de contención para los jóvenes, de a poco van surgiendo, pero todavía no son suficientes, es vital que ellos tengan canales de expresión.
La Red surgió para aquietar las conciencias de una sociedad que le era hostil y se encontraba en medio de la crisis. Y las piedras no importaron, la destrucción de su primera sala no fue un impedimento para continuar; por el contrario, levantaron otra con esfuerzo en plena avenida y golpearon hasta el cansancio las puertas del municipio.
Hace poco tiempo José Luis y Soledad consiguieron ayuda provincial para rodar por Tucumán con su obra “Yo también quiero actuar”; mientras ven crecer ese otro logro que quizá sea lo más gratificante de su lucha en Lules: la construcción de una sala y un anfiteatro municipal que inaugurarán con una obra, coincidiendo con el 11° aniversario de vida de La Red.
Desde hace dos años el grupo cosecha otro logro inmenso, trabajar en el Encuentro de Teatro Popular Latinoamericano, una actividad que viene forjándose gracias a los distintos grupos existentes en Tucumán y Jujuy, que propician la llegada de actores de Buenos Aires, Chile, Costa Rica y Brasil. Por sus características el teatro popular busca manifestarse en lugares públicos y abiertos, interviniendo de una forma distinta los espacios sociales; por eso para el ENTEPOLA Salta es como un puente que no pisa. -Allí las obras son más de sala.

-Tengo sed de té, ruge Oliverio cada tanto colando sus chillidos de cuatro años en el grabador. Atrás suyo aparece Simón con una seriedad que hace disrupción en aquel ambiente circense y familiar. Los más chicos, Manuel y Lola se disputan el amor de Yolanda, una perra diminuta, en un juego extraño en el que gana quien más gruñidos obtenga de la mascota. Mamá despierta de su siesta y se suma a la ronda de mate dulce hecho a base de distintas clases de té. -Acá todos somos artistas, ironiza José, mientras Soledad rememora el trajín actoral con su primer hijo. -Simón dice que es actor desde que nació y es verdad. En esa época hacíamos una intervención callejera, interpretando a una pareja de mendigos. En un momento agarro de un cajón de verduras a un bebé envuelto en mantas y lo arrullo; la gente pensaba que era un muñeco, hasta que Simón movió los deditos y todos se horrorizaron. Las risas de ambos vuelan muy por encima de aquella escena.

-Nuestros hijos también actúan con nosotros.


La identidad socavada
Una abuela saca su silla a la vereda ante la brisa prematura que aparece después de las siete de la tarde. Al principio es hosca y responde con monosílabos, mientras su hijo cuenta sobre la fundación de Lules y cómo se fue poblando de hombres y mujeres de distintas nacionalidades; de a poco ella sonríe y comparte los datos que recuerda. Su padre de origen portugués llegó a los 20 años y se fue haciendo argentino y norteño en el traslado de la producción de cítricos.
Lules es un híbrido de razas. San Isidro de Lules, como se llama desde hace diez años, nombre mestizo entre colonizadores
y originarios.
José Luis lo repite como hablándole a un otro que no está en la habitación -San Isidro de Lules, ¿¡San Isidro!? En el año 2000 por iniciativa de un sacerdote que llegó al pueblo “con una serie de papeles que él presentaba como investigaciones auténticas” y sin ningún tipo de consulta popular, los concejales del milenio levantaron las manos cambiando la identidad del pueblo. A partir de ese entonces, los habitantes serían reconocidos como sanisidrenses. -La verdad es que no hay uno que se referencie con ese nuevo bautismo, acá somos luleños, nombre que remite a nuestros orígenes, a los que habitaron originariamente estas tierras, a los indios Lules.
El nuevo nombre sería impuesto en honor a la voluntad del cura Zoilo Domínguez, que así había bautizado a su propiedad después de dividirla en manzanas.
La de Lules es una historia contenida, una identidad recubierta por los que la invadieron después. El pueblo asoma entre aquellas ruinas que yacen por debajo de la edificación sacerdotal, es la impostación de un nombre que a nadie llama. Lules es el recuerdo de infancia de los que hoy son padres y no pueden criar a sus hijos por donde ellos anduvieron. El camino tranquilo de costa que lleva a la Quebrada de Lules fue vendido y justo donde se corta el camino, un alambrado erige la propiedad privada. Los más chicos se inventan ese paisaje a través los relatos de los mayores, hasta que un día se aventuran a llegar por el camino que los jóvenes pueden transitar. Meterse en el cauce del río, avanzar saltando piedras, contracorriente -cada paso es el recuerdo de
una indicación que resuena en la mente-. Recién ahí la Quebrada, la libertad del otro lado. Un túnel de barro que tapa las rodillas se abre paso y atraviesa el cerro, para llegar hay que viajar a pie durante 50 minutos con una linterna. Terminado el trayecto y de vuelta en la luz, los techos de un pueblo desaparecido bajo un alud de barro son el suelo por donde avanzar. Cerca sobrevive una usina, lugar que el ERP -Ejército Revolucionario del Pueblo- utilizó como base de operaciones en los años ‘70.

-Los brazos de la dominación van cambiando de matices según la circunstancia, tienen rostros y efectos disímiles. José Luis recuerda que la privatización tomó por sorpresa -un día estaba cercado, y que pocos reclamaron ante el cambio de nombre.
Los luleños cargan también en sus espaldas el peso de la explotación campesina en los ingenios y los días cruentos de hambre cuando ya no hubo trabajo. -Este ha sido siempre un pueblo muy castigado, supongo que por eso no habremos podido pedir por nuestra identidad.
El originario redimido. Las órdenes del rey. Los padres huyendo por ese túnel que nadie más conoció. Los domínicos apropiándose del templo. La independencia de la oligarquía criolla a costa de la sangre de las fronteras. Las huellas del oro blanco que los jesuitas olvidaron limpiar. El trapiche hallado por las manos del empresario. El ferrocarril en abanico tragándose aquel oro blanco para Buenos Aires. Los pueblos surgiendo y desplomándose al ritmo de los ingenios. El trabajo y el calor sofocantes transpirando las manos encallecidas.
A 20 kilómetros de La Capital, Lules sigue llamando a campesinos de otras provincias con la perpetua promesa de la providencia; ayer la caña y hoy la frutilla acabará con el hambre.

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