top of page

Simoca nació con hambre, escapando del calor húmedo bajo la sombra de los pucarás que pasaron a ser el orgullo del pueblo por haber resguardado a las tropas de Belgrano. Hoy se sostiene prácticamente con la producción primaria que desarrolla gran parte de la comunidad.​

La feria surgió en 1710 en pleno contexto de las misiones jesuíticas; los grupos llegaban en carretas hasta la plaza cargados de provisiones para el viaje. Para alivianar la espera comenzaron a trocar sus productos al punto en que la actividad llegó a instaurarse como preludio de las misas. El productor de otros pagos se acercaba a la plaza de los sábados atraído por el comentario de que allí tendría un espacio donde volcar el excedente de su trabajo y obtener lo que necesitara. Satisfacer la carencia con lo que a otro le sobrara. Los jesuitas serían expulsados 17 años después pero en Simoca la semilla continuaría germinando por siglos.​

La feria fue convirtiéndose desde aquel entonces en una gran fiesta del pueblo y de la provincia, donde los puesteros comenzaron a abastecer con su mano de obra a bajo costo a muchas localidades de Tucumán, rotando los productos por rubro durante la semana hacia otros pueblos y ciudades cercanos, como las de verdura en Monteros y Lules.
El Municipio es hoy el ente regulador al que las personas se acercan para incorporarse, pagando una cuota semanal que varía según la producción y la cantidad; poner un puesto de verduras cuesta $8, los de pimientos y especias pagan $12, los de ropa y carnicerías alrededor de $20 y los más pequeños que venden golosinas o algunos juguetes salen $5.
Devenida hace tiempo en postal turística y anecdótica por sus 300 años de existencia, continúa siendo el sostén principal de los simoqueños. Durante la semana todos los integrantes de la familia trabajan en el cultivo, cosecha y elaboración de los productos que serán vendidos en mayor medida en la feria tradicional de los sábados. En temporada -julio, enero y febrero- algunos logran mantenerse con el puesto, aunque la mayoría desempeña otras tareas, tomando a ese espacio como la changa extra de la semana.


Ricardo es el Director de Turismo desde hace tres años y pasa todos los sábados en la entrada del predio informando a los recién llegados sobre las cualidades del paseo; nació y se crió en Simoca estrechamente relacionado a los feriantes gracias al emprendimiento familiar que se dedica a distribuir las bebidas en las parrillas del complejo. -El espacio comenzó a abrirse a los ojos del turismo hace unos 30 años a partir de la instauración de las festividades de julio en donde se homenajea a los trabajadores y a la continuidad de la tradición.
La feria es un medio vital para la subsistencia del pueblo ya que no posee fuentes estables de trabajo más allá de la agricultura familiar. Con 11 mil habitantes, Simoca pertenece al Departamento más empobrecido de la provincia. Se ubica en la zona este, desabastecida de industrias, mientras la oeste ostenta su amplio cordón fabril atravesado por la ruta 38. La Municipalidad funciona como aliciente brindando distintos planes de ayuda social, como el talonario de viajes destinado a jóvenes que estudian en la capital, ya que para cualquier simoqueño la distancia es una barrera económica para llegar a la universidad o a un puesto de trabajo, y hacia el interior del pueblo se practica un sistema de jornalizados integrado por 25 jóvenes que realizan tareas de información turística y mantenimiento municipal durante 20 días al mes, cumpliendo un horario de cuatro horas por el que reciben $20 diarios.
Ricardo lamenta la emigración de la cantidad de chicos que se acercan a la Municipalidad para obtener pasajes a la provincia de Buenos Aires. -Muchos se van durante todo el verano a Villa Gessel a trabajar de mozos, lavacopas y cocineros para tener plata durante el año. Desde hace varios años el simoqueño es mano de obra barata que se importa a los puntos turísticos bonaerenses. Un día alguien probó suerte y volvió para correr el rumor; hoy se espera el verano como la lluvia en los campos para poder volver con algo de dinero a casa. -En Buenos Aires saben que el tucumano trabaja, Simoca es casi una fábrica de maestros y policías porque era lo único que los chicos podían hacer. Pese a que nuestro pueblo sufre privaciones el simoqueño está orgulloso de sus orígenes, cuando se va de la provincia no se dice tucumano; él afuera es simoqueño.
Ricardo habla mientras se dirige hasta el arco de entrada -Me tiene disconforme esta entrada que hicieron en años anteriores, la construcción les saca protagonismo a los feriantes, los deja muy tapados. Soy bastante celoso de la feria, es nuestro lugar.


Por fuera, en un descampado enfrentado al predio, dos familias montan puestos y descargan sus camionetas. Traen chanchos y ovejas. La faena es en vivo para el comprador que elije al animal y se lo lleva muerto y pelado. En los años en que el mercado preexistía al estado argentino los tendales de faena estaban incluidos en el circuito comercial, pero hoy por cuestiones de salubridad y falta de espacio, quienes crían también tienen que matar en sus casas y traer los cortes vendibles. Los que se resisten a esta adaptación montan su matadero del otro lado del arca de entrada y ahí pasan la tarde, aguantando con mates la llegada del cliente que ordene el degüelle. En el tendal más paria de los sábados trabaja toda la familia; a la sombra las mujeres rellenan las tripas con carne, mientras los hombres sacan animales de las chatas, los amarran entre sí y los tiran al alisado de tierra cercano al cordón de la vereda que funciona de exhibidor para los clientes, la abuela sigue la ronda del mate y charla con otra mujer en voz alta para tapar los gritos del chancho que se amansa a palazos hasta que cae al suelo. En una mezcla de hazaña y juego, cuatro nenes se arrojan sobre el animal y lo agarran de las patas cuando al más fuerte del clan le toca degollar. El olor a sangre y cuero inunda el lugar que mira con recelo la llegada de cámaras. Si no hay trabajo que hacer, los más chicos piden el retrato al instante ofreciendo su mejor pose de luchador aguerrido.

Frena una camioneta, baja el cliente, saluda y examina al criadero, el puestero le informa con qué han sido alimentados, el tiempo y el peso de cada uno; el cliente escucha disperso con los ojos puestos en los chanchitos amarrados que se enciman buscando otro cuero donde resguardar las patas y el hocico. Elije y la familia toda sonríe. -Ramón trae el agua. Un pibe corre y vuelve con un tacho listo para limpiar la presa. Los más chicos quieren su puesto heroico, pero con dos alcanza; no son lo suficientemente grandes como para ocupar el rol principal; el chancho grita y se retuerce, el hombre le estruja el cuello con las dos manos y le traza a cuchilla una línea perfecta por la garganta. El aire vuelve a pesar igual que antes, ya no hay gritos que opaquen el calor y la sangre que brota es pan comido. Con un poco de agua corta y limpia el cuero que empieza a pelar hasta dejarlo limpio; el cliente esperó toda la ceremonia, ahora pasa por caja, le deja unos billetes a la mujer, abre la puerta trasera de la chata para que le carguen la comida y desaparece por la calle que sale a la ruta.
Después de la ceremonia, me acerco a una de las mujeres que está contando la ganancia por la que pone el cuerpo toda la familia. -Nadie quiere estar matando animales pero alguien tiene que hacerlo. Son muchos los simoqueños que viven de los criaderos abasteciendo a los alrededores. Nos horroriza la faena pero aplaudimos al asador después de masticar el primer pedazo jugoso y tierno.


Otra vez a los pies de la entrada un arco pinta la leyenda famosa “Simoca: 300 años de historia”. Hacia el interior unos 400 puestos en hilera se distribuyen en las cinco cuadras de callecitas por las tres de ancho. En una de las alas de la feria se extienden las distintas parrillas comedores ubicadas bajo galerías de paja, madera y caña. Desde temprano se van entremezclando los olores de las humitas al plato y los tamales en chala, los puestos de carnes secadas al sol, con los embutidos rellenados en el momento. Por fuera de la zona de comidas, la feria no se divide por rubros, Ricardo comenta que si bien el cambio ordenaría la feria, sería bastante perjudicial para los puesteros ya que muchos tienen su lugar desde hace 50 años y el cliente se acerca a buscarlos al lugar de siempre. Caminando uno comprueba que efectivamente es así, son pocas las personas que llevan menos de 10 años trabajando en los sábados simoqueños.
Simoca es un varieté de olores y colores; los especieros exhiben orgullosos su cosecha formando montañas de pimentón, azafrán, perejil y orégano sobre los tablones haciendo atemorizar al cerro de siete colores en Jujuy. Las moscas se amotinan en los cortes de carne colgados de los quinchos de paja y el dueño lucha disimuladamente con la peste que aleja a los clientes desacostumbrado a la falta de refrigeración. Entre el sol de las dos de la tarde y los centenares de personas que desfilan entre los pasillos formados por los puestos, se genera un microclima de unos 40° donde las hormas de queso se derriten y rebalsan de las mesitas plegables.

El camino da hambre y sed y lleva a los quinchos de comidas donde algún hombre siempre se interesa más en guitarrear que en comer; los cantos se sienten desde lejos, acomodándose al ritmo natural de la feria.
Para uno de los trovadores la feria es su descanso. Sobre la mesa deja caer el cansancio de toda una semana a fuerza de vino tinto mezclado con coca y coplas. Llega a media mañana y ahí se queda hasta las seis de la tarde cuando casi no quedan puesteros. Ya entrando, el cuerpo se le va alivianando. Hay una mesa áspera esperándolo, un par de conocidos que van a rodearlo para pedirle una canción y el parrillero de siempre le acercará la primer jarra de vino que amase el estómago para recibir algún pedazo de carne o un tamal. Seguirán llegando las jarras casi sin pedirlas, entre el acompañamiento que cualquiera le hará a su guitarra dando golpes contra el tablón y el canto de alguna niña que le recuerde un tema de la semana anterior.
A media tarde se sentirá agotado, embriagado y alegre. No dejará de cantar aunque los párpados empiecen a caer si hay alguien cerca; el domingo ya no será esta única fiesta que apenas alcanza para darle placer y sueño al cuerpo, para que duerma enteras las horas próximas. El lunes todo esto habrá quedado lejos, el lunes es al alba, arriando bolsas mientras hilvana coplas para acompañar el vino del sábado siguiente.


Se vive por ese pedazo de placer que llega en algún momento y dura menos que el tiempo.

300 años de lucha​​
Los sábados Simoca amanece a las cinco de la mañana. Los que se acercan desde otros pueblos y provincias habrán pasado la noche viajando con sus cargamentos de productos para llegar temprano y armar las estructuras de los puestos.
Los primeros en llegar son los verduleros, a las seis ya están acomodando los alimentos, mientras ven aparecer a los carniceros, los que venden especias y finalmente a los artesanos que se hacen presentes a eso de las diez.

 

bottom of page