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Soñaron que podían detener el tiempo. Como un juego macabro del destino. Convertir el tiempo en lastre inerte, estático; incapaz de modificarse con el paso del tiempo. Monotonía que gira, cerrada, sobre sí misma, sin principio ni final.

Nada podía cambiar en la visión del mundo de los de arriba. La vida era sólo y nada más que repetición. Una y otra vez. Una eternidad viscosa, capaz de empalagar relojes y taponear las gárgolas por las que deberían vaciarse las injusticias. Como el no-tiempo en el que quisieron atrapar el tiempo-vida, en este Norte de abajos.

 

En aquel mundo inanimado, artificio de los explotadores, sólo pueden reinar la injusticia y el dolor, que se renuevan cada hora, cada minuto, cada día de un tiempo sin tiempo, detenido en alguna comarca de la injusticia. Que se alimenta de la quietud inerte, forzada, de las almas y los cuerpos.

 

Quizá por eso las resistencias son movimiento; se hacen moviéndose, cambiando-se de lugar, desafiando el tiempo mutilado de la dominación. Movimientos que nacen de los adentros de cada quien, del interior recóndito que nos subleva con gestos mínimos, casi invisibles, y con ellos convoca dolores y náuseas, aflicciones y penitencias, que confluyen en ríos y venas intangibles…que empiezan a cambiar el mundo, porque nos cambian desde adentro; como manantiales que nacen de aljibes insondables. O sea, en esas comunidades de vida que pueblan las tierras yermas, atormentadas por sufrimientos de siglos.

Se mueven. Y al hacerlo, re-mueven modorras fraguadas de miedos y golpes. Nos movemos. Y al movernos dispersamos los miedos de afuera y los desasosiegos de adentro. Nos topamos con las desconfianzas, las aprensiones, los pavores que empedraron durante tanto tiempo la dócil inercia, alimento imprescindible de la sumisión.

 

Mover-se. En singular. Como el ocioso caballero y su escudero, recorriendo pueblos, descubriendo molinos de viento que giran, como la injusticia y el dolor, sobre sí mismos. Como Antonio Conselheiro, el peregrino que recorría caseríos del sertón de Bahia predicando contra los poderosos, hasta formar la comunidad de Canudos. Moverse ha sido siempre el modo elemental de poner en cuestión el estado de cosas, sin saber nunca cuándo ni cómo sucederán esos cambios.

Mover-nos es la repetición del acto singular que, en cierto momento, se vuelve acto colectivo, comunitario, pero que siempre empieza por un primer paso de alguien a quien las buenas conciencias señalarán como inoportuno, loca, trastornado. El movimiento empieza siempre con un gesto imperceptible, o, mejor, aleatorio, sin resultados premeditados, como el azar guiando la echada de dados. Un paso, y otro. Luego, nunca se sabe.

 

No un andar hacia sino un caminar por. Por el sencillo hecho de caminar, de rodar, como el romero de León Felipe que cruza siempre por caminos nuevos. Por eso, rodar, girar, en vueltas interminables, que en algún momento se cruzarán con otras, con una Olga, y con otra y otra más. Que nunca podrán ser una sola ronda sino rondas convergentes y divergentes, espirales que suben, bajan, se mestizan. Y así por siempre.

 

Quiero sentir este libro-ronda, estas imágenes y textos, como parte de las interminables y solitarias vueltas a la plaza de Olga. No se detiene demasiado en preguntarse los porqués de la injusticia. Camina, sigue caminando, y en el caminar se van sumando, un caminar que en algún momento convocó a Josefina y a Daniel.

 

Dar vueltas; una ronda interminable, un espiral convergente que busca horadar la tierra. Una ronda capaz de mover el tiempo, de poner en movimiento, de crear comunidad.

 

Este libro se escribió en un largo recorrido y está destinado a retornar y seguir siendo ronda y camino. Hijo de rondas, será paridor de nuevas rondas. Nació de adentro, compartiendo las marcas del sufrimiento en las arrugas de los viejitos, aprendiendo de la dignidad de las miradas serenas y desafiantes de las mujeres.

Una de las mayores virtudes de este libro es mostrar situaciones que indignan. La indignación es la fuerza motriz del movimiento, del mover-se con otros y otras, para convertirse en fluir colectivo que desemboca en torrentes mayores y, quizá, en mares de rabias capaces de transformar-nos.

 

Aún así, no alcanza con movernos, en el sentido de salir a la calle, de dar vueltas, de hacernos rondas con otras gentes. Cuando el mover-se es de verdad, cuando es repetición capaz de perforar inercias, se vuelve hacia nosotros y nos cambia, nos modifica, al punto que ya nunca volvemos a ser los mismos. Olga se hizo Olga Arédez dando vueltas, íngrima, durante siglos-años, en torno a una plaza solitaria. Esa soledad inaudita, escandalosa, mueve montañas.

 

Quiero, necesito, entender el mover-nos desde un lugar otro: desde la capacidad de mover-nos del lugar heredado, de los sueños trasmitidos verticalmente por padres, maestras, militares y gobernantes. Mover-nos es liberar la imaginación, construir-nos como otros con otros, volver a nacer, germinar sin la pretensión de ser fruto, brotar sin la ambición de volvernos manantial. Por el deseo de seguir naciendo en cada segundo de nuestras vidas.

 

Brindo por un libro-semilla, engendrado por muchos y germinador de senderos que no saben de atajos.

 

Raúl Zibechi

Montevideo, octubre de 2013

 

 

 

La vida en vueltas

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