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-¡Mirá éste... Rubén, un día la suerte te va a matar, poné los ojos en la calle! ¡Qué desgraciados, cómo se obsesionan con este jueguito! Dilma vuelve la vista para el interior del local. -Nos entretienen con esto viste, con las sobras... El judío ese se roba toda la plata.



“El judío ese”, le llaman al gobernador de Tucumán, candidato que Dilma no votó, porque no eligió a ninguno, nunca. Para cada elección se presenta en el complejo en que le toca votar, hace cola y saluda al presidente de mesa que es vecino suyo. -Ahí nomás miro los nombres de los candidatos y digo chau muchachos, en cuatro años volveré... Es que he visto a tanto miserable enriquecerse a costa de la pobreza de nuestro pueblo, pisoteando la esperanza de la gente que no voy a votar por ninguno. Mi voto es el más difícil, eso digo siempre en los comicios cuando me preguntan por qué no entro al cuarto oscuro. Tengo 52 años y no voté en mi vida, pero ¡ay! el día en que encuentre a uno honesto, te juro que me lo subo al hombro y lo llevo a recorrer todo el país.​
 

En la ciudad corre el mito de que el gobierno provincial maneja la suerte de la lotería tucumana. -Por eso es que todos se vuelven locos. Uno viene acá con sus ilusiones y dice “Mirta jugame $10 al 32, matunito y nocturno”. ¡Y al otro día vuelve a salir el mismo número que ayer!, así nunca le van a pegar y el juego se les viene como la novia que los dejó, ¡se obsesionan! En épocas de elecciones se hace rodar otra historia, el fulano que se lleva el pozo grande es una especie de testaferro que financia la campaña del político con suficiente peso como para meter mano en los resultados del azar. -Los Monterizos son muy cabuleros.
Habla y mira a Mirta en gesto acusador, que se sonríe huidiza por debajo del mostrador. Ella dice que no es adicta, que el local es de su hermana y ella la ayuda de dos a nueve de la noche, que se queda siempre a escuchar la nocturna porque corresponde, que con una amiga juega sus 50 centavitos diarios y las más de las veces lo recupera, así que casi que ni es juego lo suyo. -Y si apostamos $1 y ganamos $7, tengo esa mitad para jugarla toda sin culpa al otro día.
Y el cabulero tampoco surge por ósmosis. Hasta 1960 lo único oficializado eran el casino y la lotería, el resto del juego era mayoritariamente clandestino. La explotación del rubro por parte del gobierno tucumano se inicia con Celestino Gelsi, quien después de llegar al gobierno en el ‘58 oficializó la quiniela dándole una difusión abrumadora.
Se considera que el juego inmediato es el que genera mayor adicción, dado que la persona se encuentra en constante estímulo adrenalínico por las apuestas seguidas.

Monteros tiene 20 sub agencias de quiniela reguladas por la cabecera, que es la única casa que recibe premios por número ganador. El que levanta una sucursal gana un pequeño porcentaje por jugada, para el cajero de turno no hay margen de error a la hora de marcar las jugadas, si se equivoca debe desembolsillar la suma y no tienen ningún tipo de seguro contra robos. Clin-caja. Se calcula que son 1000 las apuestas que efectúa cada agencia por mes, lo que da un resultado de 20 mil jugadas en una ciudad que apenas pasa los 30 mil habitantes.

Lecciones de idiosincrasia

-Vos acá chiquita no pagués alojamiento, andá y hablá con el intendente, decile que sos periodista y que te de un lugar en el albergue. ¡Si esa pieza esta de gusto ahora! La usan cuando viene la feria, para darle dónde dormir a los artesanos que llegan de afuera. Mirta por favor, ayudá a esta chica a ver si le conseguimos la pieza. Hiperkinética y elocuente, saluda y se va por un rato.
La miro a Mirta, ella siente ahora que estoy a su cargo, así que me saca una silla a la vereda y dice que la aguante un rato. Paso las primeras dos horas estudiando el fileteado del cartel de la gomería de enfrente. “El ahijao”, dice. Imposible olvidarse. El piso arde, no hay un hueco de sombra, ni una sola nube. Toda la vereda es mía y del abuelo dueño de la forrajería, que desde hace un rato sacó su sillón de mimbre y se sentó a regar la vereda. Saluda levantando el brazo y siento que para hacerlo está librando la lucha de su vida contra la gravedad. Moverse cuesta, no quejarse más. Desde el local suena intermitente el clin-clin de la caja, mientras Mirta suma y guarda la plata. Le digo que me voy a una pieza e insiste que no, que ahora me lleva a buscar la solución.
No quiero ser descortés y ese sentimiento me vale dos horas más de vereda en medio de esa caldera de cemento y fuego, sin saber exactamente qué es lo que estoy esperando. A las cinco de la tarde empiezan a asomar las cabezas y de un momento a otro se llena el boliche. Anclarse siete horas en la puerta de una agencia de quiniela es una experiencia que, observada con distancia, resulta interesante. En mi primera vez descubro cómo hasta los medios que cada uno tiene para jugar $1 pasan por una cuestión de clase. Los obreros que llegan con las herramientas al hombro, los grupos de quinceañeras, los hombres descalzos en bicicleta, y hasta las chiquitas de no más de diez hacen cola para apostar; mientras aparecen esas perlitas infaltables de un pueblo cuando muchos tienen poco y los pocos que tienen lo ostentan mucho: cada tanto un auto lujoso frena y alguien le chista a Mirta, ella sale disparada a la vereda con la jugada que ya tiene preparada para el cliente que antes de salir la llamó por teléfono y ahora sólo baja el vidrio para pagar y arranca.


Recuerdo la publicidad poco feliz de la lotería de la provincia de Buenos Aires que intenta demostrar cómo el porcentaje de una jugada puede ayudar a quien más lo necesite. “Toda una provincia deseándole suerte” cantan los folletos que muestran a una verdulera abrazando a su nene de 6 años entre los ramos de acelga, las papas y varios cajones de tomates.
-Nos entretienen con esto viste, con las sobras, pan de ayer... Las palabras de Dilma zumban en el aire pesado de la tarde monteriza.
En medio del calor que el cemento escupe, el chico que me chista desde adentro se me aparece como un enviado celestial, tiene una botella de agua helada en la mano y es toda para mí. No probé mejor bálsamo que ese en toda la vida. Dentro de la agencia, entre las publicidades del pozo vacante del telekino, hay un cartel escrito a mano que desentona con el rubro: “Compro caña en canchón”. Le pregunto a Mirta por el aviso y ella dice que es el negocio de su hermano, que él se encarga de acercarle la materia prima a los ingenios para que produzcan el azúcar, pero que vayamos yendo que lo mío es más importante.


Montadas en la Zanella recorremos de punta a punta la ciudad buscando a alguien que tenga que ver con la Municipalidad. Primero a lo de Cecilia, la encargada de Cultura. Llegamos a la casa; nadie, Mirta zarandea la puerta y no afloja, pregunta en la despensa de al lado, el dueño le dice que no la vio. -¿Puedo entrar por tu patio de atrás, que da al de ella? Lo más seguro es que esté dormida ésta y no escucha el timbre. El fiambrero evade el pedido y nos dice que le va a decir a la chica que la andamos buscando. Vuelta a la moto rumbo a la casa de un concejal. El trotar del vehículo levanta el alisado de piedritas que pegan en los plásticos laterales. Diez cuadras, veinte, giro a la derecha, otras cinco, giro a la izquierda, ya no sé por dónde ando y olvido el motivo por el que estoy en la moto con mi recién conocida Mirta en la ciudad tucumana de Monteros. La piloto me habla pero el ruido del caño de escape tapa todo intento de diálogo hasta que frenamos otra vez. -¿A la casa del intendente?... mejor a lo de éste que yo conozco. Ella siente que va a pedir un favor y no quiere, está acompañando la candidatura de la nueva cara del pueblo y no conviene que la vean necesitando algo del viejo.


La mujer del concejal abre la puerta con el cerrojo puesto. Mirta le habla al ojo y la media nariz que se asoma. -No, no está ni sé dónde, nos contesta la media cara y saluda con gesto de no querer volvernos a ver. -Esta se persigue conmigo, pasa que mi hermana anduvo 12 años con el marido y aunque se casó con ella viste... donde hubo fuego cenizas quedan. La frase es un refresco brutal del lado B de la idiosincrasia pueblerina.
Mirta da todo para el que llega de afuera, enumera la gente con la que se peleó porque hablaban de más, y se deshace en detalles cuando puede contarme lo cansada que la tiene su hermana con el temita de la limpieza del hogar, que a ella le gusta levantarse a las 12 porque se queda timbeando con quien encuentre toda la noche. -Trabajo todo el día después, me lo merezco. Me dice que igual le gusta la agencia, mira los números que salen, los compara con los anteriores y afirma la teoría de la zona. -Mirá acá, ¿quién se lo cree? ¡Primer, segundo y tercer puesto al 92! Le digo que ella es un caso particular donde su trabajo y su placer andan mezclados, se ríe, me agradece un cumplido que no hice y termina con que sí, que es linda su vida y tranquila y que siempre vivió de la lotería. -Antes estaba en otra agencia, trabajaba TO-DO el día y cuando salía, para desenchufarme, me iba a los flyper. ¿Sabés lo que son los flyper? Un día se los llevaron todos para los turistas de Tafí y no volvieron más... Cuando damos con la llave del albergue municipal Mirta saluda rápido y se pone el casco. Misión cumplida. Le da una patada al arranque de la moto y con la arritmia del caño de escape se aleja diciendo que a la noche va armar otra timba con la gente del barrio en su casa, que la joda dura hasta las cuatro de la mañana y que seguro la hermana va a hacerle algunas empanadas.

Pan de ayer
-Este pueblo se cree Hollywood. Dilma habla desparramando gestualidad con la cara, las manos y los brazos, tiene además una estridencia magnética al hablar que impide la distracción. -La casa de acá enfrente por ejemplo, con ese revoque a medio hacer y techo de chapa te la quieren cobrar como si estuvieras en Beverly Hills.
Dilma me encontró recién llegada a Monteros, merodeando por las calles dormidas de las tres de la tarde en busca de un hotel que preste refugio del calor por mucho menos de $100. Apoyada en la entrada de la agencia de Quiniela de su amiga Mirta, mira cómo los pocos que pasan lo hacen con los ojos perdidos en la pizarra de los números ganadores. Los que van en bicicleta no dejan de pedalear mientras revisan el tablero, salvo cuando la duda los ataca, como para frenar de un tirón para acercarse un poco más a la vereda.​​

 

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