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Octavio Rivas Roney

La raíz de la historia

La producción del azúcar llegó a Tucumán junto a la evangelización jesuítica en el siglo XVII y su tecnificación, con la incorporación del trapiche para el proceso de la caña. Hasta 1767, año en que fueron expulsados por el Rey de España, el azúcar era utilizado sólo con fines medicinales, por lo que el mercado era abastecido con una pequeña producción. Tendrían que pasar 50 años para que el obispado, instalado en los templos jesuíticos, volviera a difundir la producción, instalando progresivamente su consumo.
La expansión de la industria en el noroeste argentino comenzó con la fundación del actual Complejo Ledesma en 1826; llamado así recién a partir de 1911. Hasta esa nueva adquisición, el gobierno salteño estaba manejado por los dueños del azúcar. La rentabilidad obtenida hizo que de los 13 ingenios existentes en Tucumán en 1850, pasara a haber 24 en 1859 y otros 6 en distintas localidades jujeñas.

 

Cuando llegó a la presidencia el tucumano Nicolás Avellaneda potenció la actividad industrial inaugurando el primer ferrocarril para el traslado de la producción y las maquinarias. Las gentilezas político-empresariales generaron una rápida concentración fabril que reconfiguró por completo la escena; de 82 ingenios se pasó a 34 en propiedad de pocos apellidos. La estrecha relación político-empresarial fue un esquema que se repitió tanto en Argentina como en Brasil, Perú, México y Cuba, con la particularidad de que en este suelo las protecciones aduaneras otorgados al industrial surgieron para disputarle el podio al azúcar esclava de Brasil y Cuba.
Aliado a capitales extranjeros y a la oligarquía norteña, el liberalismo económico de la Generación del ‘80 favoreció el tendido férreo en forma de abanico que serviría para chupar las riquezas norteñas y venderlas a través del puerto de Buenos Aires. El éxito empresarial contó además con la garantía estatal de la represión para doblegar al reclamo obrero.

 

Los años siguientes oscilaron entre la indiferencia y la persecución estatal y la explotación empresarial corporizada en los dueños y capataces regionales. El marco de regulación laboral incluido por el peronismo en los años ‘40 para proteger los minifundios no sería respetado por los ingenios, y la Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera -FOTIA- fue perseguida por el Perón que tiempo antes había sentado las bases para su creación. A partir de 1966 el Onganiato avanzó sobre la organización trabajadora a través del Operativo Tucumán: un plan de desmantelamiento que cerró 7 ingenios, dejando a 17 mil personas en la pobreza.
La crudeza de estos años se agravó con el secuestro y la desaparición de los referentes más combativos del gremio azucarero durante la última dictadura.

 

Bajo este plan de desarme de los cuadros obreros organizados y la devastación a nivel social que generó la ausencia de miles de puestos de trabajo, los pueblos norteños entraron en los ‘80 marcados por el abandono. La oleada de privatizaciones iniciadas en 1990, con la desaparición definitiva de muchos ramales y estaciones de ferrocarril, descuartizó las economías regionales, destruyendo emprendimientos y frenando el crecimiento de las comunas creadas a la luz de los ingenios. Producto de las incisiones históricas, el Tucumán actual experimenta una situación caracterizada por una capital superpoblada en relación al cordón de pueblos pequeños y aislados, sumado a las ciudades casi carentes de industrias más allá de las producciones primarias provenientes de la cosecha de caña, frutilla, cítricos, y la elaboración de hilados y artesanías.


Al sur de San Miguel de Tucumán se mantiene en funcionamiento el ingenio de San Pablo y el de Monteros. En Lules sus 30 mil habitantes han podido sobrellevar el cierre del suyo con el aliciente otorgado por la producción de frutillas, cítricos y papel; mientras los pueblos de Mercedes y Santa Lucía perduran como una imagen congelada en el tiempo, donde sus calles -sitiadas por la pobreza- rememoran aquello que fueron cuando el ingenio los fundó.

Crímenes, no mitos
Los primeros desaparecidos de los campos de azúcar fueron asociados a una leyenda antigua que perdura hasta estos días y que al mismo tiempo intenta justificar las grandes riquezas del empresario. La historia del perro familiar es difundida por campesinos, familiares lejanos y hasta por ciertos voceros de los gobiernos municipales. El mito alerta que cada año los dueños hacen un pacto con el diablo para asegurarse una buena cosecha y a cambio deben entregarle el cuerpo de un cañero. Al final de cada zafra el hombre que no tiene familia es llevado a los galpones del ingenio y por la noche es atacado por un perro que corporizaba al mal.
La historia de que el oro blanco será garantizado siempre que corra sangre humana fue tan difundida que los trabajadores provenientes de otras provincias trataban siempre de asegurarse la llegada con algún pariente para no ser las víctimas del sacrificio señorial.

“Ahora el ser humano que vive en contacto
con tanta vida, está flaco y desnutrido” 

Octavio Rivas Roney

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